Lo que afecta a todos debe ser aprobado por todos


Por Hugo Polcan

De habitantes a ciudadanos

La democracia, como todas las cosas humanas, no es un sistema perfecto. Ni resuelve por sí misma todos los problemas humanos ni siempre cumple con todos sus objetivos. Pero sin duda es el mejor sistema que tenemos, es perfectible y con los años ha podido desarrollarse y perfeccionarse.

Inicialmente se contó con una democracia representativa o delegativa, que permitió elegir a los gobernantes por medio del voto. Pero se fue tomando conciencia de sus limitaciones y hoy se reclama una genuina democracia participativa. Porque al elegir sus autoridades, los ciudadanos no delegan livianamente sus derechos para desentenderse y perderlos  (“votar e irse a su casa”) sino que eligen para que las autoridades realmente los representen y además poder participar activamente. En una democracia meramente delegativa el ciudadano pierde todo protagonismo y capacidad de control y queda atrapado en la dependencia del clientelismo.

En especial, debe entenderse que la democracia no es sólo una forma de gobierno, sino un estilo de vida y una mentalidad valorativa. Implica una política pensada no desde el poder del Estado, sino desde el ciudadano, y supone una plena confianza  en la capacidad de los hombres para organizarse colectivamente.

Una democracia auténtica supone reconocer que además de los partidos políticos, hay fuerzas vivas de la sociedad que tienen derecho a la expresión de las necesidades de la población. Entre ellas se cuentan: las ONG, formas del voluntariado, sectores de la cultura, organizaciones sociales, corrientes religiosas, trabajadores sociales, comunidades de base…Estos sectores no pertenecen a un Partido político determinado, pero constituyen el Capital Social de la Nación y tienen una fuerza real que merece su debida atención.

Cuando se dice que la democracia es el gobierno del pueblo, se quiere significar que el pueblo somos todos y que la ciudadanía tiene la capacidad de gobernarse a sí misma y no ser gobernada por otros (reyes, tiranos, etc.).

La clave de la democracia está en entender que, como existen cuestiones que nos  afectan (se dictan leyes que se nos imponen y debemos cumplir) nosotros tenemos derecho a participar de esas decisiones.

Esto resulta de los más elementales criterios de la justicia y del sentido común. Y esto no es nuevo: lo que dice el epígrafe ya fue expresado en un decreto de 1298: “Lo que afecta a todos, debe ser aprobado por todos” (Graciano – Libro VI, Canon 1913).

La participación nos convierte de habitantes en ciudadanos (miembros de la  polis, sujetos de la política), y como integrantes necesarios de la sociedad no podemos “desentendernos” de la Política ni eludir la necesaria participación. La participación política se convierte al mismo tiempo en un derecho y en una responsabilidad. Cuando el ciudadano no interviene, otros deciden por él, pero él luego recibe las consecuencias.

Pero para que un ciudadano pueda estar en condiciones de una participación democrática, primero debe tener acceso al trabajo, a la salud y a la educación. Esto supone no depender de la asistencia clientelista. El clientelismo  hace del Gobierno y del Partido una fábrica de pobres para mantener el poder y al mismo tiempo despersonaliza al ciudadano, inhabilitándolo para ejercer una real participación. Por otro lado,  cuando los candidatos, una vez elegidos, toman decisiones ligados a su pertenencia a sus Partidos antes que al bien común, se cae  en la Partidocracia, que es una democracia distorsionada y puramente formal, no real, con un cuerpo político disociado del pueblo.

Lo esencial es poder participar con la convicción que destilan las palabras de  Ghandi: “Dicen que soy un héroe, yo débil, tímido, casi insignificante. Si siendo como soy  hice lo que hice, imagínense lo que pueden hacer todos ustedes juntos”. En Política, no se trata que “doctrinarios” diseñen modelos de sociedad que luego impongan a la población. La realidad social la construyen “desde abajo” los ciudadanos. Son ellos quienes tienen derecho a decir qué estilo de vida quieren y qué decisiones tomar.

J. E Miguens , sociólogo y economista, señala “no podemos hablar del mercado o del poder político como entidades despersonalizadas que responden a leyes inevitables. Los hechos sociales no son cosas sino acciones humanas. Los hombres vamos encontrando situaciones que debemos afrontar con éxito y a las que tratamos de responder a través del diálogo común, la experiencia y el esfuerzo de  cada día.

A través del intercambio razonable de argumentos entre los miembros de una sociedad, se van gestando normas que adquieren legitimidad por el consenso. Existen realidades dolorosas y los seres humanos enfrentamos carencias de todo tipo, la convivencia social no siempre es fácil y las soluciones concretas no se dan automáticamente y por sí solas: necesitamos de nuestra intervención organizada y solidaria”.

El valor de toda organización social, política o económica, consiste en que pueda mostrar en qué  medida contribuya al desarrollo de las personas. Según Hanna Arendt, en política lo importante es “qué hacer” y “quién lo hace”.  No existen fuerzas que predeterminen la Historia.  Esta comienza cada día, con decisiones humanas que son contingentes. Siendo cada uno una persona humana, no es lógico ni justo que otro decida por uno acerca de su vida sin su consentimiento. En este principio reside toda la Democracia, toda la Justicia Social y toda la convivencia humana.

Saber elegir

Los  “argumentos” del discurso de los políticos no siempre muestran lo esencial de sus personas. Por eso, debemos evitar dejarnos impresionar o ser engañados, y ser capaces de avizorar y saber leer detrás de las formulaciones verbales.

 Según E. Fromm, que vivió cómo los alemanes votaron por Hitler, “más que prestar oídos a lo que el político dice, es bueno fijarse en cómo lo dice: sus gestos, su rostro, toda la persona. Escudriñar quién es, sus antecedentes, su actitud, su carácter y su estilo de vida, su mentalidad, el espíritu que lo anima, su ética, su cosmovisión y su estructura psicológica. O sea: Atender más a las conductas que a las palabras”.

 Esto nos permite no perder de vista que, según la psicología actual, en el terreno político alguien puede cambiar sus ideas pero no su  carácter. Es necesario tratar de captar la disposición inconciente del político, porque ésta es la que en definitiva lo llevará luego a actuar de determinada manera. Tenemos que “aprender” que hay que observar la totalidad de la persona.

Por lo general, tendemos a querer que nos guíen, estar tranquilos, que alguien nos diga lo que nos gusta oír. No nos tomamos el trabajo de pensar y de mirar con ojos críticos. El resultado es que después, y recién después, cuando ya es tarde, se pone en evidencia “cómo era” aquél al que votamos.


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