EN TIEMPOS DE OSCURIDAD


¿Quién dijo que todo está perdido? 

Yo vengo a ofrecer mi corazón (León Gieco)

La cuarentena que atravesamos puede ser convertida en una oportunidad que no podemos desaprovechar. Paradójicamente, en medio de las tinieblas que nos envuelven puede resultar un momento de reflexión, de iluminación para las mentes y los corazones, que despierte aquellas cuestiones que habían quedado dormidas o rectifique aquellos caminos que habíamos tomado equivocados. De este encierro puede surgir una liberación de las mejores fuerzas de la condición humana.
En el camino hacia el mundo que viene parecen imprescindibles dos antorchas que nos guíen: la fortaleza y la esperanza.

Resistencia, Fortaleza y Resiliencia

Proponerse comprender o explicar la conducta humana siempre implica enfrentar el misterio. Nunca podemos predecir con absoluta certeza cómo reaccionará una persona ante determinada situación. Por eso suele causar desconcierto el hecho de personas que han estado expuestas a situaciones de alto nivel de sufrimiento y que sin embargo han desarrollado comportamientos de calidad insuperable. A este fenómeno hoy se lo califica como resiliencia. Gandhi, Mandela, Luther King, Teresa de Calcuta… son ejemplos de nuestro tiempo.Resiliencia se define frecuentemente como la capacidad de los seres humanos para adaptarse positivamente a situaciones desfavorables. Es una entereza capaz de sobreponerse a una realidad cruenta.La adversidad ha sido significativa, de especial importancia, pero la adaptación ha sido suficientemente positiva. Resiliencia viene del término latín resilio, que significa algo así como «rebotar», cercano a la imagen de materiales que se doblan sin romperse y  recuperan su forma original.  No sólo está implícita la idea de resistencia, de no quebrarse, sino también la de restauración saludable, de salir fortalecido, “mejor que antes”. Ella se prueba en situaciones de mucho estrés, como por ejemplo la pérdida inesperada de un ser querido, un maltrato o abuso psíquico o físico, enfermedades prolongadas, abandono afectivo,  fracasos graves, catástrofes naturales y pobrezas extremas. Se trata de capacidades y valores de seres humanos que pese a nacer y vivir en situaciones de alto riesgo no han desembocado en conductas antisociales, sino que han sabido desarrollar las psicológicamente sanas y exitosas.                                                                                                                         Más bien que suponer sólo una capacidad innata, como de una cierta “resistencia de materiales”, parece tratarse del desarrollo de un proceso en que concurren múltiples factores, no sólo individuales sino también familiares, comunitarios y culturales.  Se ha de entenderlo desde un enfoque habitualmente comunitario y cultural. El ámbito familiar suele ser de una influencia decisiva, lo cual lleva a mostrar la importancia de poder favorecer las conductas humanas desde el entorno.

Aunque el término resiliencia es contemporáneo, la temática resulta enraizada en una larga tradición cultural, en la que los pensadores llamaron Fortaleza. La misma era considerada una “virtud”, o sea: una condición positiva y valorada. Más aun: era uno de los cuatro pilares propios de un sano carácter humano, junto con la justicia, la prudencia y la templanza. Su esencia consistía en defender un “bonumarduum”, un valor difícil, la capacidad de enfrentar una situación que supone esfuerzo y voluntad. No simplemente como una resistencia pasiva de solo “aguante” sino como una fuerza activa capaz de defenderse o atacar, según sea adecuado. Con frecuencia ha sido vinculada con  la paciencia, como dos cualidades que permiten sobrellevar la realidad del sufrimiento. Y también con la prudencia, la capacidad de actuar razonablemente, sin que el desborde emocional haga “perder el juicio”. El miedo es el gran adversario de la fortaleza. Como el humano es un ser limitado, vulnerable y expuesto, el miedo es una de las emociones básicas de la condición humana. Es una reacción defensiva natural contra los peligros y está presente, muchas veces de manera inconciente, en la mayoría de las conductas humanas. Hasta se dice que “los miedos gobiernan el mundo”. Y se hace particularmente peligroso cuando se lo niega o se lo reprime, porque entonces suele traducirse en trastornos psicosomáticos de todo tipo y gravedad. O cuando se descontrola o la imaginación lo inunda: entonces puede desembocar en la impulsividad extrema o en la locura. La madurez emocional consiste en reconocer el miedo, mantener la sensatez y no caer en el torbellino de fantasías y preocupaciones, controlarlo y encauzarlo o sublimarlo hacia actividades sanas y de servicio al prójimo. Hoy, no faltan meritorios ejemplos de fortaleza en nuestro entorno: funciones asistenciales de todo tipo, etc.  Son espíritus fuertes. Para estos momentos, es imprescindible que cada uno de nosotros también pueda serlo.                                                                                 

Esperanza y Confianza 

Ante la trama compleja de los sucesos históricos, intentamos siempre una explicación que nos permita la comprensión de los hechos para aquietar nuestro afán de saber y controlar la realidad. Y solemos preferir una explicación simplista antes que una aceptación de la duda y el misterio.

Pero, como lo vivimos hoy, la Historia constantemente da sorpresas. Y siempre quedan incógnitas: por qué, dentro de los eventuales hechos posibles, se hacen realidad unos y otros no.

Las personas mismas tampoco pueden dar una explicación exhaustiva de sus opciones: buscamos justificar nuestras decisiones con argumentos racionales para que parezcan lógicas, pero siempre hay motivaciones que escapan a nuestra propia conciencia.  ¿Por qué se decidió derrumbar el Muro de Berlín justamente ese día y no otro? ¿Por qué Hitler tomó decisiones militares irracionales que le ocasionaron consecuencias desastrosas? La lista de preguntas sin respuesta es interminable. Los historiadores narran correctamente cómo fueron los hechos, pero no les pidamos que nos den una explicación acabada del por qué de los mismos.

La realidad es que, con cada ser humano que nace y con cada acción que se realiza, se inaugura un proceso de naturaleza impredecible. Entraña una profunda verdad aquella expresión: “el aletear de una mariposa en el Caribe puede producir un ciclón en California”.  Somos instrumentos de procesos impersonales, y a la vez somos agentes de decisiones en las que juegan nuestra libertad de elección y nuestra responsabilidad.

Estamos embarcados en una travesía histórica en la que interjuegan las fuerzas de la naturaleza, las circunstancias históricas y las decisiones de los actores sociales.

Los centros de poder tratan de convencer a la gente de que son invulnerables y desalientan a las poblaciones a través del miedo a lo imprevisible. Pero la situación que hoy vivimos muestra que pueden derrumbarse imperios, sistemas y poderes que creíamos invencibles.

La Historia no es moira (destino ciego). Es “obra humana” y no simple “evolución”, y no es totalmente calculable ni predecible. Aun cuando perfeccionemos los procedimientos estadísticos con “omnipotentes” cerebros electrónicos, los caminos del futuro no pueden conocerse con certeza. ¡Esta pandemia no fue prevista por ningún político ni por ningún economista!..

Pero el hombre con su libertad puede ir construyendo una comunidad siempre perfectible, nunca totalmente alcanzada. El valor de esa tarea  está en el camino y no en el final, porque no existe final sino misterio. Es decir: que cabe la esperanza.

Ante esa realidad, la esperanza surge como la actitud de confianza en alcanzar algo bueno que, aunque no necesariamente va a ocurrir, de todos modos es posible. Aunque no esté totalmente en nuestras manos producirlo, tenemos razones para esperar que se produzca. Si es absolutamente cierto que algo ocurrirá, mi actitud será de fe, seguridad, etc. pero no de esperanza. Y por otro lado, si depende totalmente de mí, ya no espero, sino que la realidad está ya disponible para mi acción. Esa espera confiada constituye la fuerza aliada esencial de la vida humana, la que la hace posible y la que alimenta su vitalidad. Ante el futuro abierto e imprevisible, la esperanza es una actitud permanentemente reconquistada a favor de la vida. 

La falta de esperanza constituye una carencia esencial en la vida humana y está asociada con la resignación, la indiferencia, el desánimo, la apatía, el pesimismo, la depresión…En el terreno político, la desesperanza se traduce en la falacia del “no se puede”.

La esperanza nos permite enlazar la vivencia del presente con la del futuro: es la conjunción del intervenir en ese mundo que se está generando y del cual ya estamos formando parte y, a la vez, “conciencia anticipatoria” (E. Bloch) respecto de un futuro todavía no realizado.  

Todo el devenir histórico está atravesado por la esperanza, porque el faro de la Historia está enfocado hacia el futuro. Y la esperanza es la madre de la resistencia al abuso del poder, es la fuente que la sostiene y la mantiene viva. Los que luchan contra la injusticia son, antes que nada, paladines de la esperanza.

La confianza, por su parte,  es una experiencia humana de profunda significación  en la esfera emocional y en la vida de relación. Y la podemos definir como la esperanza firme de que otra persona actúe como se desea. O la seguridad en uno mismo al emprender alguna acción difícil o comprometida (autoconfianza).

Por lo tanto, es una disposición interna, un estado de ánimo, una actitud del corazón que puede estar dirigida al mundo, a los otros, a uno mismo, a Dios…y siempre está implicando un clima positivo, de seguridad y de bienestar afectivo. Es una de las experiencias humanas más valiosas, porque incluye un vínculo saludable con la vida.

Más aun: ya el hecho mismo de vivir supone, en un nivel profundo, “un acto de confianza en el mundo”, puesto que una desconfianza absoluta impediría la existencia misma y el nuevo ser “no se atrevería” a salir del claustro materno. De ahí que la confianza está presente en las raíces mismas de la existencia y resulta imprescindible toda la vida.

Los expertos en psicología evolutiva enfatizan muy especialmente que desde el nacimiento hasta aproximadamente los 18 meses el bebe recibe el calor del cuerpo de la madre y sus cuidados de afecto y ternura y así se desarrolla el vínculo que será la base de sus futuras relaciones con otras personas. Son las experiencias más tempranas en las que recibe aceptación, seguridad, y satisfacción emocional. Pese a su inmadurez, sensibilidad y fragilidad, esa sensación física de confianza le permitirá experimentar al mundo no como hostil o peligroso sino como confortable y seguro. Y a esto lo llaman “la confianza básica”, pues  será  la base más importante del futuro desarrollo de la personalidad.

Pero hay veces en que a la confianza se la vuelve inauténtica: tanto en la actitud pasiva de “esperar que todo salga bien” cuando no se dan las condiciones para esperar tal cosa, como en la audacia exagerada al medir las propias fuerzas, o cuando alguien se extralimita o invade al otro con un “exceso de confianza”. 

Podemos decir que entre nosotros la confianza no siempre “tiene buena prensa”, ya que en cierto modo venimos arrastrando una “concepción pesimista de la naturaleza humana”. Además, muchas veces sufre distorsiones y falsificaciones. Hay políticos que enfatizan su importancia para ganar adeptos, pero existe en la gente un implícito descreimiento acerca de tales discursos, sabiéndolos meras declaraciones formales sin auténtico contenido. Y, por otro lado, está la población descreída, resentida o dolida para la cual hablar de confianza en la esfera pública no es sino un idealismo ingenuo de los que “todavía creen”. La pantomima falaz acerca de la confianza quedó sellada  históricamente en el inolvidable  “No los defraudaré”.                                                                                                           

Por otro lado, la confianza resulta una actitud permanente, no siempre conciente, y un rasgo de carácter que se traduce en el comportamiento corporal, de tal modo que los sociólogos afirman que hasta  se puede medir. Y llaman “distancia social” al grado de proximidad afectiva con que experimentamos al prójimo. Y así distinguen: a)  Distancia íntima: es la distancia menor de medio metro. Y supone un vínculo emocional. Es la zona de los amigos, parejas, familia, etc.  b) Distanciapersonal: se da entre medio metro y algo más de un metro. Se da en la oficina, reuniones, asambleas, fiestas, conversaciones amistosas o de trabajo. c) Distancia social: se da entre un metro y medio y tres metros. Es la distancia que usamos con la gente que no conocemos bien. d) Distancia pública: se da a más de tres metros. Es la distancia idónea para dirigirse a un grupo de personas.  Toda esta temática se hace conciente y se pone a prueba ahora, con ocasión de la cuarentena. Y demuestra cómo actitudes emocionales se expresan a través de comportamientos sociales.

Además, una ola de investigaciones de los últimos años ha instalado al “capital social” en el centro del debate sobre el desarrollo de los países. Allí entienden al capital social como el conjunto de normas, redes y vínculos que permite en una sociedad actuar juntos con mayor eficiencia para el logro de objetivos compartidos. Y entre los factores fundamentales que configuran el capital social mencionan invariablemente a la confianza. Así lo señala, en un estudio pionero, Robert Putnam (1994), que enfatiza la importancia del “grado de confianza existente entre los actores sociales”; sus hallazgos  muestran que “a menor capital social mayor nivel de suicidios y depresión”. A su vez, La Porta, López de Silanes, Shleifer y Vishny (1997) encontraron una significativa correlación entre el grado de confianza de una sociedad y factores como la eficiencia judicial, ausencia de corrupción, cumplimiento en el pago de impuestos, etc. Y Kawachi, Kennedy y Lochner (1997) hallaron que “cuanto menor es el grado de confianza entre los ciudadanos, mayor es la tasa de mortalidad promedio” (¡!).

Entre nosotros, los estudios de Marita Carballo muestran que la confianza con familiares y amigos ha sido valorada como una fuente valiosa de felicidad. Pero el grado de confianza hacia instituciones y personas fuera del círculo íntimo es de un menor nivel, por debajo del standard mundial. En especial, nuestra población desconfía de las instituciones del sistema político (Congreso, partidos, sindicatos, Justicia), que no superan el 20% de credibilidad; y hacia los desconocidos. Ocho de cada diez argentinos desconfía del prójimo: “se debe estar muy atento cuando uno trata con los otros”.  Y esta autora concluye: “En la Argentina, los niveles de confianza son preocupantemente bajos”

En la tradición milenaria de nuestra cultura se ha mantenido siempre una valoración positiva de la confianza y hasta una convicción de que “sin confianza no se puede vivir”. Al decir de Graham Greene: Es imposible ir por la vida sin confiar en alguien. Sin un cierto nivel de confianza en los otros, es decir: sin un esfuerzo de construcción del “arte asociativo”, no hay comunidad posible. Los códigos éticos exigen, para ser eficaces, una confianza en una visión del mundo compartida.                                Nuestro modo de “estar en el mundo” puede estar orientado por una  “confianza cósmica” de seguridad y amplitud o de “desconfianza cósmica” de recelo y temor, y es una brújula que orienta nuestra existencia.

En términos de la filosofía existencial, la confianza es, en la persona, la cosmovisión con la que interpreta la realidad. Cuando es genuina, es una actitud espiritual que se traduce en un modo de vida donde se conjugan fe, amor y esperanza. ¡Bienaventurado quien la tenga!  Dime cuánto confías y te diré quién eres.                 


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